Y Fabricio despertó. O al menos, eso creyó durante algunos
segundos. Pasado el mareo, descubrió con
pena que se encontraba nuevamente en ese sueño que lo perseguía noche tras
noche, y que lo desvelaba cada madrugada.
Sentado en el suelo, mientras jugaba con el césped, levantó
la mirada, sabiendo con que se iba a encontrar: metros y metros de sólidas
paredes de hormigón, que formaban algo similiar a un laberinto. O eso creía él.
Sus piernas se impulsaron hacia arriba y recuperó el
equilibrio. De a poco, iba sintiendo como todas las partes de su cuerpo
respondían a sus deseos, excepto una. Lentamente, dio un giro de 360º, y sus
ojos se toparon con una puerta abierta, la misma de todos los días. Un
picaporte oxidado color marrón, marcos podridos y madera enmohecida daban forma
a esa antigua salida, que no era utilizada desde hacía años.
La puerta era iluminada por un cartel verde fosforescente,
con una leyenda que rezaba ``exit´´. A pesar de que siempre le llamó la atención
ese anuncio, nunca fue muy seguidor de las cosas sencillas, de las salidas fáciles,
ni de los desenlaces previsibles. Por esa razón, nunca había vuelto sobre sus
pasos para atravesar esa puerta.
Fabricio sabía que el futuro estaba hacia adelante.
Perdido, sin rumbo, y sin saber siquiera para que lado
caminar, se distrajo unos segundos descubriendo la fuente de esa tenue luz
amarilla que bañaba todo el laberinto: la luna, probablemente la última luna
llena del verano, regalaba una hermosa postal que dotaba al paisaje de cierto
aire fantasmagórico.
El muchacho comprendió que estar parado en el mismo lugar no
iba a llevarlo a ningún lado, y decidió comenzar a moverse. No sabía muy bien hacia
donde iba, sin embargo, intentaba dar pasos firmes y seguros, convencido de que
su convencimiento era capaz de convencer a cualquiera. Caminó y caminó sin
cesar durante muchos minutos (¿o fueron meses), sin descubrir nada nuevo, nada
que llamara su atención, ni nada que le indicase que el final estaba cerca.
Finalmente, se sentó y razonó: ``todas las noches camino las mismas calles,
piso el mismo pasto, huelo las mismas flores, y siento el mismo miedo.
Evidentemente, erré el camino. Debería volver a comenzar”.
Si bien le molestaba volver hacia atrás, sabía que era tomar
distancia era la única manera para llegar más lejos. Fue entonces cuando recordó esas tardes de su
niñez, cuando jugando con sus amigos se destacaba por trepar árboles, muros y
cuanta reja se cruzara en su camino. Inmediatamente, miró la pared de hormigón,
y creyó que si lograba escalarla y llegar a la cima, tendría una vista
panorámica ideal que le permitiría vislumbrar el final del laberinto.
Con más corazón (que de a poco comenzaba a responderle,
igual que el resto de sus miembros) que talento, comenzó una vertiginosa
carrera hacia el punto más alto de aquella selva de cemento. En cada paso daba
lo mejor de sí, dejaba hasta el último aliento. Pero no había caso: una y otra
vez, resbalaba y caía a suelo. Y los golpes cada vez dolían más.
Sólo en ese momento aceptó que en soledad no podría
lograrlo: necesitaba ayuda. Una mano amiga que lo sostenga cuando sus energías
mermaran sería lo ideal. Entonces,
alentado por los milagros que suelen ocurrir en los sueños, cerró sus ojos con
todas sus fuerzas, y logró escuchar voces: eran sus amigos, su gente querida,
ese círculo tan selecto que más de una vez había sostenido bajo juramento nunca
dejarlo solo. Sin embargo, al abrir los ojos, descubrió que ninguno de ellos se
había hecho presente.
Sin desanimarse, intentó por todos los medios convocar a
esas personas especiales: pensó en ellos, gritó sus nombres, hasta llegó a
escribirlos en la corteza de los árboles. Pero nada parecía funcionar: se
encontraba solo, y las promesas de sus afectos se volaban junto con sus
esperanzas.
Furioso, y más perdido que nunca, comenzó a golpear el hormigón.
Naturalmente, sólo consiguió lastimarse aún más, y sentirse más desgraciado.
Entonces, comprendió todo. No valía la pena sumergirse aún
más en la desgracia que le brindaba ese laberinto. Solamente saldría de ahí con esfuerzo, con
esperanza, con alegría. Trabajando todos
los días, superándose cada mañana, para así conseguir escalar ese muro que,
hoy, le parecía demasiado alto.
Se sentó en el suelo, apoyó sus manos en el césped, y sonrió.
Sólo restaba esforzarse. Y esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario