El corazón me palpitaba violentamente dentro de mi pecho, al
punto tal que sentía que existía la posibilidad de que huyera a un lugar más
tranquilo de un momento a otro. Las manos me sudaban, denotaban mis nervios. Me
resultaba imposible quedarme quieto; necesitaba moverme constantemente para
descubrir que aún controlaba mi cuerpo, y no él a mí. Me sentía un nene, dando
sus primeros pasos en la vida. No sabía bien que hacer, que decir. Todo lo que
cruzaba por mi mente me parecía insulso. Ella merecía más.
Todavía no sé de donde saqué el valor para enfrentarla y
mirarla a los ojos. Pero las sensaciones fueron únicas. En ese preciso momento, toqué el cielo con las
manos. Me sentí totalmente embriagado de felicidad, de dicha, de alegría.
Realmente valía la pena vivir.
Cerré los ojos y la paz invadió mi cuerpo. No hubiese estado
mal morir en ese instante. Temía que
fuese un sueño (otra vez), y que despertase algunos segundos más tarde, acomodado
en mi cama, mirando las manchas de humedad del techo.
Mis manos se sentían atraídas por su rostro. No podía dejar
de acariciarla. Su piel era tan suave, no lograba despegarme de ella. Realmente
deseaba que el tiempo se detuviera, y que esa fotografía quedara inmortalizada
en mi mente por el resto de mis días.
Tantas veces había imaginado sus labios, pero nunca creí que
fuesen tan perfectos. Eran finos y delicados, con un sabor celestial, único. Me representaban la
pureza, la perfección, la esencia de los dioses. No quería alejarme de ellos,
no quería que ese momento terminase nunca. De repente, creía en la eternidad.
Ella me miró, y sonrío. Supe que había tomado el camino
correcto y que llegaría a buen puerto. La observé detenidamente, y mis ojos se encontraron
con los suyos. Ahora, el que sonreía de manera estúpida era yo. Quería que sepa
que estaba realmente feliz, que ese momento significaba mucho para mí. Acaricié
suavemente su pelo, y la abracé.
Nuestros cuerpos se confundieron en uno, mientras pensaba
cuanto hacía que no daba un abrazo tan sincero, con tanto afecto. La apreté
contra mi pecho, intentando transmitirle seguridad, como si supiera exactamente
todo lo que estaba haciendo. Nos quedamos unos segundos (horas) allí, inertes,
disfrutando de los hechos.
Nos quedamos en silencio, sin pronunciar palabra. Sólo se
escuchaba los latidos de nuestros corazones, aún acelerados, temiendo que alguien nos descubriera. Volví a besarla, pero esta vez dejé que la
pasión me ganara la batalla. La besé fuerte, descargando los meses de
desamores, de tristeza. Necesitaba que todas esas sensaciones abandonaran mi
cuerpo para dar paso a las nuevas, más puras y plenas. No quería quedarme inmerso
en ese oscuro pasado. La luz comenzaba a iluminarme. A iluminarnos.
Minutos más tarde, abandonamos esa sala y bajamos juntos las
escaleras. Debíamos volver al mundo real, reencontrarnos con nuestros
simulacros de vida, con nuestras fachadas. Ya habíamos jugado suficiente esa noche. Pero antes, le di un último beso.
Luego, ella dobló para la derecha. La miré partir, mientras yo viraba hacia la
izquierda, anhelando el momento en el cual volveríamos a vernos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario